viernes, febrero 16

Náufragos

      Un gorro gris, deshilachado la coronaba. Salió de la inmensa muchedumbre que llenaba las calles y plazas, como las olas en las playas abandonan los objetos, con constantes vaivenes y sin dejarlos  nunca del todo libres.Ella miraba el firmamento como el que mira el horizonte extasiada ante la grandeza del mar. Pero aquello, no era más que un bar pequeño abarrotado de personas que bebían y alborotaban con grandes gritos, indiferentes a la mujer mayor y frágil que había entrado.





       Yo la observaba apoyado en una banqueta, en una esquina desde la parte menos concurrida al final que me permitía una visión privilegiada; ella se movía sin rumbo. Lo miró todo, aunque no vio nada. Tampoco nadie se fijaba en ella. La gente reía, con la intensidad de las risas que el alcohol desboca. No encontró nada, porque seguramente no tenía nada que buscar. Yo seguía en mi lugar, sentí una tristeza bañada en agua gélida. Tal vez, veía el destino que me aguardaría en algunos años, ya pocos. La mujer mayor, heló mi cuerpo. Su pobre indumentaria, su rostro mal aseado, su soledad... Se movía imprecisa, desorientada. No paraba de preguntarme qué podía hacer en aquel lugar.  Me fijé en su cara que estaba pálida y su edad debía doblar sin duda la mía.

        Luego salió de nuevo a la calle, que en nada desembocaba en una plazoleta, se inundó entre la multitud que jaleaba alrededor. Ella intentaba abrirse paso, como el nadador primerizo contracorriente. Vi su gorro gris sumergirse a lo lejos. Pasó un rato. Otro. Y otro. Me sentí extraño. Algo me había descolocado enormemente. Seguía pensando en la mujer, muchas preguntas se precipitaban en mi mente; miraba a mi alrededor para contagiarme del bullicio, no podía. Además todo allí me resultaba falso. Definitivamente era un día triste, de esos que la soledad parece abrazarte con frío helado.
                       
           No aguantaba más y busqué la calle. Allí el ruido hiriente, era todavía mayor que en el interior del local. Intentaba abrirme paso entre los jaleosos habitantes de la ciudad. Sospechaba que la ciudad desconocía la sensación del descanso, de parar en algún momento para luego proseguir. Me sentía navegar a merced de las olas de empujones que me impedían una trayectoria más o menos recta. Me dejaba llevar por los innumerables encontronazos hasta algún lugar de tierra firme desde el que emprender un camino cierto.



            Notaba extremidades que topaban contra cualquier parte de mi cuerpo, Fue entonces como la volví a encontrar, se había refugiado en un frío banco de piedra lo mismo que el desamparado busca el lugar seco tras la inundación. Su mirada ausente. Seguía ensimismada en su mundo, desconocido por los demás. Le tendí un brazo. Era imposible, la marea humana me balanceaba para otros rumbo. Respiré y volví a intentarlo, una y otra vez, era imposible. Pero no renuncié. En un momento, ya casi sin fuerzas logré asir sus vestimentas y ella se dejó llevar, como la corriente lleva al árbol caído.

        Los dos errantes con nuestras manos unidas, nos alejamos, llevados por la marea humana de mi ciudad. Sin rumbo. Esperando, tal vez, esa isla que, en algún lugar nos acogiera.

                                       

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